TERRIBLES (I)



Lucien Lévy-Dhurmer
Eva (1896)
Colección Michel Périnet, París
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Como señala Hillman, lo divino le viene a Eva de segunda mano, pues ella no es sino "el sueño de Adán", del que creía Boehme que carecía de párpados. Tal sueño se interpreta, por tanto, como una caída, un precipitarse al estado de la materia. Mientras que Adán es forma, Eva rebosa materia: ella es puro cuerpo. La iconografía que ha envuelto a Eva, cuyo nombre significa "madre de todo lo viviente", siempre ha estado revestida no tanto con la marca del pecado sino con la culpabilidad de la expulsión. En los resquicios de la bíblica Eva aún es posible encontrar vestigios de la antigua Diosa Madre (Terrible), de las sagradas figuras femeninas emparentadas con el árbol de la sabiduría y con el fruto de la inmortalidad, con los reptiles (serpientes y dragones) custodios de los mismos -que simbolizan el tiempo cíclico-, con la estancia en el jardín o edad de oro (no-tiempo y no-lugar), con la encarnación del misterio vida~muerte. Su desmitologización produce, obviamente, una rehumanización y, en consecuencia, una degradación de su antigua entidad sagrada. Eva, cuya mayor falta fue la aspiración al conocimiento divino, terminó por encarnar la tentación, el pecado, la seducción que conduce irremediablemente a la enfermedad, al dolor, a la muerte. Eva, de la que se dijo que de ella procedemos todas las mujeres (raza peligrosa). Eva, origen de nuestra especie, pero también de nuestro destino. Evas, a lo largo y ancho de la historia del arte, ha habido muchas. Tal vez demasiadas. Pero siempre han sido la misma. Sin embargo, en el maravilloso pastel realizado por Lévy-Dhurmer, inspirándose en la estatua de Rodin, se abandona la visión misógina del error, la mancha y la culpa y parece querer regresar al universo pagano y ancestral al que verdaderamente ella pertenece, a ese in illo tempore en que Eva dialoga tiernamente con la serpiente, como si comprendiera un lenguaje secreto, como si compartieran un secreto. La ondulosa y espesa cabellera la cubre a la manera de una Venus púdica. La sinuosidad de la melena, además, establece un perfecto equilibrio con el cuerpo curvilíneo de la serpiente y con las entrelazadas ramas del árbol, como si todos ellos pertenecieran a un mismo ser. Sus manos están cruzadas y una de ellas sostiene el fruto sacro. Tres son los colores predominantes: el verde glauco, grisáceo, de las hojas y el marrón de la madera del árbol, también en las escamas de la serpiente, aluden a la materia (mater, materiam, madera) y a la Naturaleza; el rojizo de la manzana se corresponde con el cabello de Eva, sugiriendo la tentación y la belleza (o la belleza de la tentación). La mirada de Eva hacia la sierpe es tan profunda, tan arrebatadora, que resulta difícil discernir quién está seduciendo a quién.